Claudico en armas; con el pecho claro,
la vista nublada, el corazón blandido
como la única espada, en el azul cielo
de mis revoluciones.
Ya la tarde no me contempla, como a un
niño dibujado en el lúcido parque amarillo
del pasado verano, ni yo contemplo en el
estanque emergido del río nutriente de todas
las anteriores estaciones
el beso prohibido de los límpidos amores, coartados
por las doctrinas, los impuros tremores, los credos, las agujas
de los relojes y la pátina de mugre que cubre el miedo creciente,
al irreductible paraíso inequívoco en el que convergíamos los dos.
Ya la mirada se nos cayó, cegada por las palabras
que nos miraban cuando el amor se cocía al vacío,
y se llenaba bajo el cántaro de tu voz.
Nada apreciaba de mi vida entonces, vida, extracto púrpura
que anidaba dentro de ti, como una mariposa que no quiere
abandonar su crisálida, con la rotundidad del viento
huracanado, que en rotundo se niega a cambiar de forma
A mutar en la sonrisa de otro niño, a habitar en otro cuerpo antiguo,
o nuevo tal vez, las completas habitaciones del alma, donde no te sentiré
ya, ni amartillando con desvelado celo, cada una de mis armas, ni repeliendo
con mis más legibles textos, la roñosa negrura de aquellos tibios, ajenos
y opacados senos, a merced del corazón de la victoria.